Escenas de la vida familiar

-¡Retoño Mayor! -repitió Comeclavos.

Se abrió la puerta y el minúsculo Éliacin, de seis años, entró como una tromba. Descalzo como su padre se quitó su pequeña chistera y se puso firmes, curiosamente parecido a un pingüino, con su levita negra, cuyas solapas abiertas mostraban la pálida quilla de su menudo torso desnudo.

-¡A sus órdenes, estimado Padre!

Comeclavos lo observó en silencio, admiró la frente abombada y los inmensos ojos de largas pestañas de su preferido.

-¿Por qué tardó usted tanto en contestar mi llamada, caballero? -preguntó severamente.

-Estaba reduciendo el universo a una sola ecuación -contestó el niño-. De ese modo, haré lo que no pudieron hacer Newton ni Einstein ni el príncipe de Broglie, inventor de la mecánica ondulatoria, sobre la que, por cierto, tengo ciertas reservas.

-¿El príncipe de Broglie? -inquirió Comeclavos, fascinado.

-Lo que me propongo es, partiendo de una definición física del punto, encontrar una función matemática que pueda explicar simultáneamente las leyes que rigen las fuerzas gravitatorias y electromagnéticas, y ello teniendo en cuenta la relatividad generalizada, el cuantismo y las teorías probabilísticas.

-¡Ven a mis brazos! -gritó Comeclavos.

Se inclinó y el pingüino dio un brinco, sin soltar su minúsculo clac. Tras un patético abrazo, cuyo espectáculo espió en el espejo roto, Comeclavos depositó suavemente a su hijo en el suelo.

-Muy bien -dijo-, sigue así, hijo mío, ¡y bájale un poco los humos a ese príncipe! Y ahora pasemos a las cosas serias, que lo que vamos a tratar hoy deja chiquito al universo.

(Albert Cohen, Comeclavos)

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