(Monólogo. Un solo hombre en la escena.)
Pero no, se aburrirá usted. Son cosas que les suceden a todos los artistas. ¡En fin!, se lo voy a contar en dos palabras (saca su reloj y mira la hora), porque es preciso que me vaya a trabajar.
Era un domingo, por el lado de la Bastilla, sobre un boulevard muy comercial; anchas veredas y árboles repletos de polvo. Iban a cerrar los negocios. Había conserjes sentados delante de sus puertas respirando el olor de la estación y de los coches de caballo. ¡A eso llaman tomar el fresco! Además, un montón de gente venía del campo, extenuada, llevando grandes ramos de flores silvestres, y además cestos en los que se escuchaba el tambaleo de bidones de hojalata, panes fritos y botellas vacías. También había muchachas que jugaban al volante ante los negocios de sus padres, usted sabe, vendedores de lámparas de petróleo, pequeños tenderos, herboristas… Justamente ahí noté una rueda de gente, moviéndose como un flan alrededor de un pequeño herborista; un muchacho de quince a dieciséis años, con pelo rubio sucio, llovido, ojos atónitos e hinchados, gruesas manos. Este crío estaba ahí con aire idiota jugando… ¿adivinas¡ ¡al balero!… ¡Ah! ¡Había embocado la bola diecinueve veces! Y continuaba contando: veinte, veinticinco, treinta… esto juntaba a todo el mundo… ¡hasta a las muchachas que jugaban al volante, que se pararon para venir a ver! Era un suceso.
El pequeño buenhombre, transportado por la gloria, pasa a otros ejercicios: recibe la bola y la mantiene en equilibrio sobre la punta. Toma la bola en la mano. Ahora es el mango que revolea y viene a plantarse sobre esta bola. ¡Murmullos de aprobación en la asistencia! Entonces, el joven artista atrapa el mango al vuelo, y ensarta la bola, luego atrapa la bola y planta el mango, continúa largo tiempo de ese modo y, para terminar con algo notable –conoce al público–, saca su cortaplumas, corta la cuerda y por medio de movimientos concentrados de la muñeca, suelta la bola que gira sobre sí misma y viene directamente a plantarse sobre la punta…
Ahí fue donde lo interrumpí, ¡ya estaba harto! “¿Cree usted jugar al balero, mi buen amigo?”, le dije. Tomé el balero. “¿Qué es esto?… No tiene peso para los primeros estudios, no tiene precisión para el juego correcto, sólo conseguirá perderle la mano con este palo”. Pruebo la bola, haciéndola rodar sobre mi brazo: ¡el centro de gravedad no estaba en el eje del agujero! Él me miraba con ojos enormes, ¡no sabía qué cosa era el centro de gravedad, y quería ser balerista!
“¡Tire esto al fuego!”, le dije. Durante seis meses por lo menos, es necesario que se haga el brazo con un balero Thompson, de bronce de aluminio. (Al público.) Los baleros de platino son excelentes, pero cuestan demasiado caro para un herborista. Sí, seis meses, por lo menos, de ejercicio con el Thompson. Es lo que yo hice, señores, y no seis meses, sino tres años; luego de esos tres años no sabía nada, tenía resistencia, tenía el brazo pesado, pero… ¡no sabía nada, menos que nada!
Entonces pasé al balero Schutzenberger, de ébano con bola de marfil. Pero la bola no de Schutzenberger, sino de Cascarini de Boloña. Cascarini hace las primeras bolas del mundo, pero no sabe nada de los mangos; por lo demás, renunció a fabricarlos. Pero para los mangos de balero, no hay como los Schutzenberger, quiero decir aquellos anteriores a 1817, firmados, porque los nuevos están tallados a puñetazos. Bien sé que hay Van-der-Dussen-el-viejo, de Rotterdam, que imitan los Schutzenberger, no mal incluso, sólo que no se los encuentra sino de ocasión y como están a bajo precio, han sido mal jugados… y cuando un balero ha sido mal jugado… ¡pfsst! (Gesto.) En cuanto a las imitaciones belgas de Jean Moërickx, están mal regulados, mal centrados, no sirven. ¡Ah! En Ravena, había un fabricante, un artista, Giambattista Farone, éste es excelente para el retoque y el montaje.
En cuanto a la cuerda, es otra cuestión muy diferente… No hay en el mundo más que la cuerda fabricada por Juan Fonseca de Lisboa. Usted la hace menear… remojar… escabechar, dos horas, no más, con vitriolo verde, luego la hace secar y la engrasa en aceite de nuez en un lugar bien seco.
Y luego, está la manera de estirarla en el huso de cobre, de enrollarla sobre la bobina oval. En fin, yo tengo la fórmula y los aparatos en mi casa; no los encontraría usted en otra parte.
¡Y ajustar esta cuerda al mango del balero! ¡Y ajustarla a la bola! ¡No sabría usted, no lo sabría jamás! Yo mismo no lo sé. No es nada, venga a verme, se la ataré.
Había personas allí que tenían la apariencia de no interesarse para nada en todo lo que yo decía; ¡pero hay cosas que un artista no puede dejar pasar! Así que le dije a ese muchacho lo que había hecho. ¡Había trabajado seis meses, tres años sobre un Thompson, ¡pero lo que yo llamo trabajar! Me levantaba todos los días a las seis. Media hora para lavarme. Media hora para tomar mi sopa y hacer un poco de ejercicio. ¡Siempre sopa! Nunca café con leche u otros excitantes, que quitan la seguridad a los nervios. A las siete, siete y cuarto, estaba trabajando. ¡Ah! cuando eran las diez, a menudo me dolía el brazo (gesto); sin embargo, media hora antes de las once era empleada en duchas heladas y fricciones con sal gruesa para impedir los calambres. De las once al mediodía, daba un paseo bastante largo. A mediodía almorzaba. Todos los días, sopa y carne de vaca, con un plato de legumbres. Algunas veces un pequeño dulce de postre. Muy poco vino, ¡nunca café! Después de comer, hacía también un pequeño paseo; yo estoy muy apegado a mis gustos.
Pero a la una había retomado el trabajo hasta las cuatro. A las cuatro, nuevamente una ducha fría (sin fricción) y mordisquear un pedazo de pan seco. Y heme aquí otra vez con mi instrumento hasta la siete. Luego cenar, ¡oh! ligeramente y un pequeño paseo. He notado que un poco de ocio hacia la tarde abre el espíritu a nuevas combinaciones. El ejercicio no es todo en el arte, ¡es preciso el ensueño! A las diez y media a más tardar, a la cama. Pongo a mi lado, sobre la mesita de noche, mi balero, porque pueden venir súbitas ideas o bien insomnios. Hice esto todos los días que Dios hace durante diez años, ¡luego de diez años no sabía nada!, ¡realmente nada! No perdí el coraje, me puse al trabajo diez años más (no se puede aprender nada, no se sabe nada)…
Yo que les hablo en esta hora, ¡no sé nada! Me dirán ustedes que gané el premio en el gran concurso internacional de 1858. ¿Saben?, con los Americanos. ¡Pero no había concursantes serios!, ¡no soy yo quien hablaré de ese concurso!
“Deje su herboristería por completo –le dije a este joven–. Haga lo que yo hice durante diez años, durante veinte años, no sabrá nada. No pierda el coraje, continúe, ¡y no sabrá nada! ¡nada! ¡nada! Por otra parte, ¿qué espera despachando todos los días harina de lino y lavativas?… Es indigno de sus aspiraciones. Si sus padres (su madre, una gorda mujer, me miraba con aire furioso), si sus padres pueden pasarse sin usted y asegurarle seiscientos francos por año (yo no tengo más que esto), no haga ninguna otra cosa sino trabajar su balero, no éste, no este bolo. Si no tiene la vocación, no llegará a nada. Si la tiene, tampoco llegará; pero trabajará usted para hacer como yo, para saber que no sabe nada”.
Figúrese usted que este joven idiota me tiende su balero para verme jugar. “¡Ah!”, le respondí: “¿Cree usted que yo uso semejante palo?, y todavía en la calle, ante personas que yo… respeto como se debe respetar a todo el mundo; pero que no tienen ni la atención, ni el gusto, ¡el gusto! que se necesita en una sesión seria. ¿Jugar al balero en la calle? ¿Mostrarse como un cantor de las cortes? Sería perder toda dignidad artística”. (Al público.) ”¡Incluso no quisiera jugar aquí, porque tendría vergüenza de gustar, en vista de mi absoluta nulidad! ¡Pues soy nulo! ¡No sé nada! ¡Soy nulo! ¡Nulo! ¡Nulo!… ¡¡¡No sé nada, nada, nada!!!
(Sale con los brazos en alto, exasperado)
Charles Cros, El balero (monólogo). Traducción de V. Goldstein.