Esa misma semana estaba yo en la cafetería, y un tipo que andaba haciendo el tonto por allí va y lanza una bandeja por el aire. Mientras la bandeja volaba dando vueltas, me fijé en que había en ella un escudo de Cornell. La bandeja giraba y se bamboleaba, y era evidente que el escudo giraba más rápidamente que el bamboleo.
No tenía nada que hacer, así que me puse a calcular cuál sería el movimiento de la bandeja giratoria. Descubrí que cuando el ángulo es muy pequeño, la velocidad del giro del escudo es doble del ritmo de bamboleo. Una relación de 2 a 1. Así se deducía de una complicada ecuación. Entonces pensé: «¿No habrá forma de verlo desde un enfoque más fundamental, analizando las fuerzas, o la dinámica del movimiento, para ver por qué la relación ha de ser de 2 a 1?».
No recuerdo como lo hice, pero finalmente analicé con detalle cuál era el movimiento de las masas puntuales, y el comportamiento de las aceleraciones, y vi cómo se equilibraban y compensaban, hasta hacer que la proporción fuera de 2 a 1. Me acuerdo todavía de que fui a ver a Bethe, a decirle: «¡Eh, Hans! Me he fijado en algo interesante. Aquí la bandeja da vueltas así y así, y la relación es de 2 a 1 porque…», y le mostré las aceleraciones.
Y Bethe me dice: «Feynman, todo eso está muy bien, ¿pero qué importancia tiene? ¿Por qué lo estás haciendo?». « ¡Ja! No tiene la más mínima importancia. Lo estoy haciendo sólo por divertirme», le respondí. Su reacción no me desanimó; yo estaba resuelto a disfrutar de la física y a hacer lo que me apeteciera.
Seguí trabajando en las ecuaciones de los bamboleos. Después pensé en cómo empezarían a moverse las órbitas electrónicas en condiciones relativistas. Y después, en la ecuación de Dirac, de la electrodinámica. Después, en la electrodinámica cuántica. Y antes de que me diera cuenta (muy poco tiempo) estaba «jugando» —trabajando, en realidad— con el mismo problema de siempre, que tanto me apasionaba, el que había dejado abandonado al irme a Los Álamos: problemas de tipo similar al de mi tesis; todas aquellas cosas pasadas de moda, tan absolutamente maravillosas.
No costaba esfuerzo. Era fácil jugar con todo aquello. Era como descorchar una botella: todo fluía sin esfuerzo. ¡Casi traté de no dejarme llevar! En principio, lo que estaba haciendo no tenía importancia; pero en última instancia sí la tuvo. Los diagramas y demás por los que me concedieron el Premio Nobel se originaron en aquellos devaneos con el bamboleo de la bandeja.