Según nuestro cronograma, en la teórica empezarían hoy con Probabilidades, pero según nuestro calendario Azteca debería entrar también algo sobre sacrificios humanos. De manera tal que hemos decidido copiar aquí abajo un extracto de la Narración de Arthur Gordon Pym, por Edgar Allan Poe, que trata en un mismo capítulo acerca de inmolaciones y probabilidades . La escena transcurre sobre la cubierta de un buque desarbolado, que viaja a la deriva con cuatro náufragos a bordo, sin agua ni comida. Es en la traducción de Cortázar:
[...] Parker se volvió hacia mí con una expresión que me hizo estremecer. Había en él un aire de seguridad y dominio que jamás le había notado, y antes de que abriera la boca mi corazón me dijo lo que él iba a decirme. Propuso, en pocas palabras, que uno de nosotros muriera para salvar la vida de los demás.
Varías veces, en el curso de los últimos días, había yo encarado la posibilidad de vernos reducidos a tan horrible extremo, y me había prometido en secreto morir en cualquier forma o bajo cualquier circunstancia antes que acudir a semejante recurso. Mi resolución no se había debilitado a pesar del hambre devoradora que me dominaba. [...]
Tanto Augustus como Peters, que al parecer venían abrigando en secreto y desde tiempo atrás la misma terrible idea que Parker acababa de expresar, se unieron a éste e insistieron en que fuera llevada inmediatamente a la práctica. Había yo imaginado que por lo menos uno de los dos tendría aún suficiente fuerza de ánimo para ponerse de mi parte y resistir cualquier tentativa de ejecutar tan atroz propósito; con ayuda de uno de ellos, no habría temido nada. Pero al verme defraudado, se hizo absolutamente necesario que pensara en mi propia seguridad, ya que una mayor resistencia por mi parte podía ser considerada por aquellos hombres, en el estado en que se encontraban, como excusa suficiente para no concederme probabilidades parejas en la tragedia que iba a desarrollarse de inmediato. [...]
Y por lo tanto nos preparamos para echar suertes. [...]
El único método que se nos ocurrió para la horrible lotería en la que cada uno jugaría sus posibilidades fue el de echar pajas. Usamos para ello algunas astillas, y se decidió que yo me encargaría de presentarlas. Me retiré a un extremo del casco, mientras mis pobres compañeros se colocaban silenciosamente en el lado opuesto, dándome la espalda. En todo el desarrollo de este horrible drama el momento más ansioso para mí fue aquel en el que tuve que ocuparme de disponer las astillas. [...]
Pero ahora que el silencioso, fatal y terrible carácter de la tarea a la cual me entregaba (tan distinta de los tumultuosos peligros de la tormenta, o de los horrores lentos y progresivos del hambre) me permitía reflexionar en las pocas probabilidades que tenía de escapar de la más atroz de la muertes –y una muerte motivada por el más atroz de los propósitos–, cada partícula de la energía que hasta entonces me había sostenido tanto tiempo, voló como una pluma al viento, dejándome indefenso en las garras del más abyecto y lamentable de los terrores. [...]
Por mi mente corrían mil absurdos proyectos destinados a impedir mi participación en aquella horrible decisión. Pensé en caer de hinojos ante mis compañeros, suplicándoles que me eximieran del sorteo, o bien en correr hacia ellos y, matando a uno, suprimir la razón de aquél; en fin, cualquier cosa menos seguir adelante con lo que me había tocado hacer. Por fin, luego de perder largo tiempo en actitud tan insensata, fui llamado a la realidad por la voz de Parker, quien me urgió a que los librara de una vez por todas de la terrible ansiedad que estaban padeciendo. Pero, aún así, no me animé a ordenar las astillas, sino que seguí pensando en todas las trampas mediante las cuales podría inducir a uno de mis compañeros de desgracia a que extrajera la paja más corta –pues habíamos convenido que el que sacara la más corta de las cuatro astillas que yo tenía en la mano moriría por la salvación de los otros–. Y si alguien me condena por esta aparente falta de humanidad, sólo pido que se vea colocado en una situación como la mía.
No era posible demorarse más y, con el corazón que me saltaba del pecho, avancé hacia el castillo de proa, donde me esperaban mis compañeros.
Tendí la mano con las astillas, y Peters sacó inmediatamente una. ¡Se había salvado! La suya, por lo menos, no era la más corta, y ahora había una probabilidad menos de que yo escapara. Reuniendo todas mis fuerzas, alargué la mano hacia Augustus. También él sacó inmediatamente una astilla, y también se salvó; ahora mis probabilidades de morir o librarme eran iguales.
Toda la salvaje fiereza del tigre se posesionó de mí en aquel instante, y sentí hacia Parker, mi pobre compañero, el más intenso y el más diabólico de los odios. Pero aquel sentimiento no duró, y, por fin, con un estremecimiento convulsivo y cerrando los ojos, le tendí la mano donde quedaban las dos últimas astillas. Pasaron cinco largos minutos antes de que Parker pudiera reunir energías suficientes para extraer una de ellas, y durante todo ese período, en que mi corazón se desgarraba de ansiedad, no abrí una sola vez los ojos. De pronto, una de las dos astillas me fue arrebatada rápidamente de la mano. La suerte estaba echada, pero aún seguía sin saber si era en mi favor o en contra. Nadie habló y, sin embargo, no me decidía a cerciorarme mirando la astilla que me quedaba. Por fin Peters me tomó la mano y me animé a mirar; por el rostro de Parker comprendí que me había salvado, y que la muerte le había tocado a él. Jadeando, caí desmayado en el puente.
Me recobré de mi desvanecimiento a tiempo para presenciar la consumación de la tragedia y la muerte de aquel que había sido el principal instrumento para provocarla. No ofreció la menor resistencia cuando Peters lo apuñaló por la espalda cayendo instantáneamente muerto. No quiero demorarme en la descripción de la horrenda comida que siguió. Cosas así pueden imaginarse, pero las palabras carecen de fuerza para imprimir en la mente el supremo horror de su realidad.